martes, 11 de marzo de 2008

Pequeñas cosas que dan placer

Un compañero de secundaria solía decir con aire de filósofo: “La diversidad es tan diversa” Y mientras algunos se reían de cómo se sacaba los mocos en clase y otros lo veían como revelador de la verdad, casi a la altura de Platón, yo siempre pensé que tenía razón, de una forma retorcida y excéntrica, el muy boludo tenía razón.

Si bien hay cosas que dan placer colectivo (la mayoría de éstas no se pueden nombrar a esta hora porque hay chicos) siempre me gustó pensar en las pequeñas cosas que me dan placer, por lo menos a mí. No en los grandes lujos, los que requieren de fortunas, ni de los gozos materiales; las pequeñas cosas a las que me refiero son mejores, tienen un dejo de imaginación que algunos ni siquiera intentan plantearse, y sólo requieren de instantes que hacen a la felicidad.

Como casi todo lo bueno, estas pequeñas cosas llegan sin ser esperadas, tal vez durante una hora libre, o haciendo las primeras manualidades cuando sos chico. Cuando no te imaginás ni siquiera cuánto placer te puede dar una mujer, o una cerveza (o ambas) No tenés la noción de lo que es un orgasmo, y lo más placentero que sentiste en tu vida fue cuando tu mamá lo asignó a tu hermano para que te cuide mientras tenías varicela y él te dejó que te rasques con un tenedor.

En esos momentos de desesperación, cuando el cuerpo exige más de lo que vos le das, es cuando -por arte de magia- aparecen las cosas que vas a disfrutar durante toda tu vida. El que lea esto puede que se sienta identificado, salvo por algunos amargados que sólo sienten placer al comer, cagar y coger; a quienes por cierto odio ¿Cómo puede alguien no tener una inexplicable sensación de satisfacción mientras aprieta una y otra vez a gran velocidad una tapa naranja de Gatorade? ¿O al presionar el tubo de la pasta de dientes? ¿O al abrir el huevito Kinder con una sola mano, presionando justo en el medio con una mínima inclinación hacia el hemisferio inferior, para que la tapa superior salga volando? ¿No les parece? Lo voy a repetir siempre: ¡La diversidad es tan diversa!

El mejor de mis ejemplos, el cual hoy por hoy es casi un recuerdo de mi niñez, se remonta a cuando pegaba un papel con voligoma (en exceso, por supuesto, como todo hombre que se precie de tal) y del otro lado se formaba un cúmulo de hoja avoligomada. Estos cúmulos son fáciles de distinguir, y ante el ojo crítico del alumno promedio, un oasis en el desierto de la página en blanco. Se los aseguro, escribir sobre este montículo -si me permiten la expresión- es de los placeres más grandes que pude experimentar dentro tan deprimentes salones de clases. Los que me entienden y conocen ya saben de lo que estoy hablando, son pocos los segundos que dura este acto, cuando el bloc Rivadavia sufre un efecto afrodisíaco y el proceso es ya conocido por muchos: La letra se torna un poco húmeda, pareciera que el papel lo está gozando también, y la tinta se escurre un poco hacia la derecha (en Israel hacia la izquierda) mientras se impregna de un aroma exquisito, y un color opaco, el mismo que lograrías si pasaras reiteradamente la lapicera por el mismo rayón en el papel, pero a diferencia de ese tono violento e improlijo, la voligoma emana paz sobre el folio y deja un sutil desperfecto, que tal vez no debería estar allí, pero como en muchos aspectos de la vida, es un error que hace a la perfección.

Mi compañero, el de la diversidad, compartía algunas de mis pasiones. Me contaba que cuando era más chico se colocaba alrededor de veintitrés broches para colgar la ropa por toda la cara, y cuando terminaba, su mamá le sacaba una foto con la cara de boludo más grande que puede haber en la tierra. Yo le conté que en primer grado, cuando vivía en Córdoba, junto con una compañera de la que no me acuerdo ni el nombre, sólo su cara preciosa, nos poníamos las fibras en la punta de la lengua, succionándolas por la parte de abajo en donde tienen un hueco. Creo que si sumo la cara de estúpido que tenía, más la expresión enamoradiza que me generaba ella, y una fibra colgando de la punta de mi lengua, le debo una disculpa a mi diverso colega.

Pero es tan cierto que la diversidad es diversa. Y lo tuve que aprender con los años: Cuando era un poco más grande encontré el placer en otras pequeñas cosas, cosas que poco le interesan al resto del mundo. Por ejemplo el olor de una revista recién comprada, el sonido del scroll cuando ya se ensució un poquito, reclinar la silla hasta atrás al punto que pareciera violar las leyes de la física, y que la mínima distracción del mundo externo nos puede hacer caer de culo al piso ¿Qué adrenalina más sedentaria podés conseguir?

Me molesta la gente que necesita plata para conseguir placer. No aprendieron de chicos a experimentar el mundo con todos los sentidos ¿qué pasaría si un día perdés alguno? Sinceramente, no sé qué haría si no vuelvo a escuchar nunca más el clic de una lapicera fallada, o a oler el corrector escurrido por toda una oración que Gonzalo, por supuesto, escribió como el orto y tiene que borrar más de la mitad, o morder el capuchón blanco bic. Díganme, con una mano en el corazón: ¿qué más puede un hombre pedir?

Hoy me senté a escribir esto mientras un bulto de voligoma esperaba en mi escritorio, del lado correcto del papel, listo para ser escrito, preparado para experimentar ese raudo gozo de tinta húmeda. A veces no tengo nada que escribir de ese lado, en serio, pero invento una excusa y trato de llenar la hoja.

Pero esta noche lo dejé ahí. Se secó mientras les trataba de explicar cuáles son las pequeñas cosas que me dan placer. Ahora está duro y es una hoja más. Y supongo que debe ser así la vida, creo que el escribir estas líneas –tontas, ya sé, insulsas– antes que cualquier otra cosa, es un placer que no cambio por nada.