martes, 18 de noviembre de 2008

El amor de los colectivos

Nace en el mismo lugar en donde muere su recorrido. Lo hace varias veces al día con un esfuerzo que no es del todo recompensado. Lleva el peso de los años en sus ruedas, uno puede verlo, puede sentirlo si se sienta casi al final. Día tras día todos bufan cuando no aparece, y se quejan si llega tarde. Pero nadie agradece, nadie pide disculpas por recordar a su madre.

En las mañanas los choferes deciden cuál va a ser su rutina. El colectivo espera a que pongan su cartel con impaciencia.
El 202, temido, de carrera dificultosa, rodea la ciudad por Av. Belgrano y penetra en el casco céntrico por la calle Rivadavia, por supuesto, no sin antes rodear la cancha con desconcierto, temiendo tener un percance con algún barrabrava de chori en mano.
Otras veces le toca hacer de 204, que tampoco es un grato pasar. Se extiende hasta los confines menos populares de la ciudad, y conoce a los desconocidos, y les da nombre, y les da abrigo.
En ocasiones también se pinta la cara de 105. Y a decir verdad, es el viaje que más disfruta, porque a pesar de su introspección a los suburbios menos favorecidos económicamente, el camino es más placentero, más directo y mejor asfaltado, por eso siente cosquillas en sus pies. A veces suelo observar que la brisa sacude el polvo de su techo alargado y calvo. Y eso, aunque no lo crean, lo hace feliz.

También se entretiene apurando a las estudiantes que lo quieren detener. Acelera un poco para ver hasta dónde están dispuestas a seguirlo. Le gusta sentir que lo necesitan.
También, cuando las lluvias dejan un charco prominente en las bocacalles de las avenidas, intenta acercarse lo suficiente para propiciarle un chapuzón a alguna vieja. Para su desgracia, éstas ya están advertidas de su maña, y en ocasiones se alejan del cordón o logran refugiarse detrás de algún árbol cercano.

Se cuenta que disfrazado de 204 se lo vio una mañana. Dicen que fue saludando a todos los demás autos que pasaban, en especial a las señoritas. Un guiño en su ojo permaneció durante todo el recorrido desde la Terminal, en la Av. Güemes, hasta el Barrio La Antena. Ida y vuelta.
Se habrán mofado algunas camionetas elegantes, que no quepa duda, pero él era el más chulo del barrio y tenía una sonrisa en la cara que no se olvida más. Incluso cuentan que en aquella ocasión, pasó cerca de una Chevrolet blanca divina, a la que piropeó de un bocinazo circense. Y si no me equivoco, ella también tuvo un gesto con él, pero como es un caballero no se tomó ningún atrevimiento.

Odia los recorridos que rodean la ciudad, como cuando tiene que vestirse de 202.
Yo lo noto tristón en las mañanas. Camina despacio. Cuando me va a levantar, sin ánimo todavía para jugarme alguna mala pasada, hace un sumiso papel de criatura dócil. Abre sus brazos sometidos, deja entrar toda la peste de afuera para que transite por su enorme estómago, se asiente en sus muñidas costillas y escriba con impertinentes marcas blancas su ya escrito corazón de fierro y plástico.
Después de tan humillante acto decide arrancar, sabiendo que su día no está por mejorar en absoluto.

Sueña con improvisar camino. Estrenar la Av. México hasta que su kilometraje eyacule de excitación. Conocer los caminos que su viejo espíritu cree que nunca va a conocer. ¡Cuántos años daría por experimentar el goce de los colectivos de largas distancias! En cambio él, pobre, los ve alejarse por las rutas, mientras tiene que doblar en algún recoveco, esquivando perros y viejas que refunfuñan a lo lejos sin atribuir ninguna culpa a su miopía. Inhalando el smog de otros colegas, despeinando su cabellera con las ramas que lo rozan desde las veredas.

Condenado a la humillación de las esquinas y de las calles angostas, intenta mantenerse despierto por las noches. En especial cuando es 204 a la luz de la luna. Terminando el último recorrido siente que le llueven piedras, y tiene miedo, pues sabe que quieren dañarlo sin ninguna razón. Ya lo hicieron en muchas ocasiones. Rompió en llanto una vez que dieron justo en su cabeza. No se explica cómo pueden hacerle eso a él, a una persona mayor. Vivió mejores épocas, pero tiene que seguir laburando. Es así, es el pan de cada día.

Pero sólo hay una cosa que lo anima a seguir. No lo confiesa, pero lo sé. Sé que es ella la razón por la que arranca todos los días, para verla en las noches, o cruzarla por fugaz decisión de la fortuna, y entre pícaras miradas por la ciudad, atreverse a ojearle la falda. Es una 103 preciosa que ronda por el centro, merodea por calle Salta y culmina su recorrida en el Norte. A veces discreta amante 103, a veces hermano 105.
Ellos tratan de amarse por las noches. Cuando nadie los ve, en la soledad de las grandes cocheras de Valle Viejo, hacen homenaje a los amores que siempre seguirán ocultos.
Se miran, se besan, se regalan una caricia, y hacen el amor bajo la luna de su ciudad, la que bien conocen.

[...]

Y llevaban tanto tiempo así, que no me sorprendió que un día decidieran que todos supiéramos de esto. Un amor secreto que moría por develarse. O tal vez una necesidad abrumadora de amarse en el momento. Una locura de las que sólo hacemos por amor. Amarse frente a todos, con tanta violencia que la ciudad corte sus calles, y que el beso de los amantes sea motivo de fiesta para los demás coches, que por doquier exageraban la escena con bocinas y gritos.
Fue así que en el medio de la muchedumbre, ostentando un hermoso motivo de 105 rojo, desafió las vicisitudes y decidió amarla, provocando conmoción en la ciudad.

-¡Vivan los novios! –Decían los autos que no podían avanzar.


miércoles, 17 de septiembre de 2008

El mito de Crelea y el Deseo

Entre las numerosas hijas del rey Marlo de Zetea, la más hermosa de todas era Crelea, una ninfa de mejillas ruborosas, cuerpo perfecto y encantos celestiales.

Crelea se jactaba de ser la mejor cazadora que acechaba el bosque Terreo y nadie jamás se atrevía a desafiarla.

Una tarde, mientras recorría entre lanzas la suerte de un veloz lince entre la maleza, Crelea quedó atónita ante la inminente presencia de un hermoso joven que rodeaba la zona. Él había estado siguiéndola y había sido cautivado por sus extravagantes dotes. Crelea creyó conveniente corresponder a su amor, pero el joven timorato, aturdido por tanta belleza, no encontró más remedio que adentrarse en el vasto pastizal de la lejanía.

Nada contenta con la situación, la ninfa convino a preguntar a su padre sobre aquel adolescente de pálidos gestos y esbeltas espaldas. Marlo, quien vivía y reinaba sólo para sus vástagos, estalló en cólera. Fue entonces que sugirió a su virtuosa hija que visitara otra vez el bosque al día siguiente, a la misma hora, pero esta vez con la compañía de Edis, la consejera real de Zetea.

Aquella tarde Edis no pudo asistir al encuentro, pero en reemplazo envió a su compañero y fiel amante Vico, un humilde pastor que trabajaba en los campos de Marlo. Las instrucciones que Edis había dejado a Vico eran precisas:

-Deberás atar al joven pretendiente con estas sogas y así cautivarlo podrá Crelea, sabia y hermosa hija de Marlo, quien sólo es rechazada por las etéreas calamidades de un fugaz y tímido amor.

Pero al momento del encuentro, Crelea quedó cautivada por los encantos de Vico. Sus mejillas expiraban deseo y estaban más rojizas que nunca, sus ojos tenían el brillo de cien estrellas y el sólo mirarlo fijamente provocaba miles de sensaciones inexplicables para la bella adolescente.

Entonces Crelea, habiéndose olvidado de su misterioso amante, esperó a que Vico se descuidara y hurtó sus sogas. Luego, usando sus habilidades como cazadora logró amarrar al pastor contra un sauce.

Vanos fueron los intentos de Crelea por enamorar a Vico, ya que éste resistía sólo con pensar en el amor de su adorada Edis, como así también, en el castigo al que Marlo podría someterla.

Después de varias horas, Crelea entendió que la conquista sería inútil, pero bien advertida del cólera de su padre, no pretendía que nadie se enterase de sus penosos actos. Es por eso que optó por huir de vuelta al reino dejando al joven Vico atado y sin esperanzas.

Al regresar a Zetea, Crelea alegó no haber sabido nada de Vico ni de Edis, por lo que Marlo se mostró furioso y desterró a su consejera. Edis no tuvo más opción que alejarse de Zetea sin saber más nada de su amor.

Algunos días después, Crelea visitó el lugar donde Vico había sido abandonado. El joven pastor había muerto y sólo quedaba de él una rosaleda que los dioses habían puesto en su honor.

Crelea se soñó oportuna ante su suerte, mas desconocía que su oculto amante del bosque era nada más ni nada menos que el Deseo, quien había observado todos sus desaciertos desde la sombra.

El Deseo, que pretende amar, pero castiga, se acercó para dialogar con Crelea.

HABLA EL DESEO: ¡Oh, Crelea! Has traicionado y has cometido los peores crímenes creyendo que cualquier hombre te es correspondido. Has asesinado y gente inocente ha pagado por ti. Tu castigo es inminente.

HABLA CRELEA: ¡Imploro piedad! Tú has de castigarme como es debido, pero pido consideres mi sentencia. ¡Por favor, oh Deseo, tú que puedes resignar, has que mi padre no sepa de lo que he sido capaz!

HABLA EL DESEO: El rey no sabrá nada sobre tus actos y tu pecado será tu condena.

El castigo de Crelea fue que enamorase a cada hombre que se cruzara en su camino. Así fue como volvió al pueblo y recibió propuestas de miles de jóvenes dispuestos a amarla, algunos bellos y castos, otros no tan bien favorecidos, pero todos con el afán de tenerla entre sus brazos.

Crelea se sintió halagada al principio, y no entendía el castigo del Deseo, pero poco a poco fue comprendiendo las intenciones y los efectos de tamaña condena.

Al principio, los jardineros del palacio escribieron su nombre en el pastizal. Luego los servidores, uno a uno le fueron confesando sus intenciones. Otro día, algunos parientes de la Isla de Naxos acudieron a Zetea para ofrecerle su traslado. Continuamente, sus hermanos trataron de seducirla, como así también dioses y semidioses que bajaban desde el Olimpo sólo para intentar conquistarla. Crelea tenía que rechazarlos día y noche.

Las mujeres del pueblo entraron en conflicto. No querían ver más a Crelea rondando las calles del pueblo, seduciendo a su paso a todos los buenos hombres que quedaban. Mientras tanto ella se fue encerrando cada vez más hasta quedar sola con su padre en su palacio. No sabía qué más hacer, era tan desdichada con su castigo.

Mas no tuvo otra opción que llorar, un tiempo después, la misma noche en que encontró la sangre de Marlo junto a su pálido cuerpo sobre la cama. Desgarrado su corazón por su propia espada, y al costado del gélido cadáver, una carta de amor en la que confesaba a su hija que no podía resistir más.


APÉNDICE:

La Maldición de Crelea

En algunos países de Europa (sobre todo durante el siglo XV y XVI) se solía contar la leyenda de Crelea. También en la actualidad, es común decir a las señoritas que padecen La maldición de Crelea cuando tanto hombre que conocen, pretendiendo ser su amigo, termina enamorado de ellas.

lunes, 19 de mayo de 2008

Los Martes y la Suerte

 La vi y la quise, no tengo ninguna duda de ello. Alguien me dijo que no debería quererla pero la quise, y como dije, apenas la vi.
 El impacto no me dejó tiempo para análisis. Me encantó. La quise en el momento, sin dudarlo. Y la tuve.
 Lamentablemente estaba tratando con alguien que no conocía del todo. Uno no puede fiarse de cualquiera, pero igual, porque la quería, porque quería de verdad esa mochila, confié ciegamente en él. 

 Se trataba de Cuchu. No sé ni cómo se llama, ni dónde vive, ni siquiera sé por qué mierda le dicen así. Cuchu. Confié en él y él confió en mí. 
 Yo ya tenía mi mochila vieja, él la quiso tanto como yo quise la suya, y el trueque fue cuestión de minutos. En algún lado había escuchado la muletilla 'ver, querer, tener' y me resultó familiar.

 Me parece que era demasiado para mí. Me parece. Aunque quién es uno para decidir eso.
 Mi nueva mochila era más bien un bolso. Primero me gustó por cómo se veía, después, de a poco, me fue gustando cómo era, cómo funcionaba y cómo era yo cuando la tenía. 
 No todos mis amigos pensaban lo mismo, pero no me importó. La seguí queriendo incluso cuando empecé a ver lo que todos me decían. 
 Es feo darse cuenta de algo, más si es cierto, y mucho más si te lo habían dicho antes. 

 La primera falla fue mínima, ¿quién podría quejarse? Sobre el costado derecho se asomaba una hilacha, algo así como esos pelos largos que se rebajan con un simple tijeretazo de abuela. De hecho lo hice, corté la hilacha y me sentí mejor. Lamentablemente todas las semanas salía de nuevo, y lo peor es que de esa hilacha inocente, cuando vi con más interés, se habían ramificado cinco o diez. Y cada vez más grandes, un poco más difíciles de cortar. Pero no me importó.

 Luego busqué un papel que había perdido adentro del bolso. Tenía que estar. No era tan importante pero tenía que estar ahí. Entonces descubrí que también un hueco se había formado en el fondo de uno de los bolsillos. Como un boludo había estado metiendo papeles en un bolsillo roto, y de a poco, uno por uno se volaron. Tal vez no eran papeles fundamentales para mi existencia, tal vez eran retazos de historias que suelo guardar, o algún recuerdo que me quiero llevar de lugares habituales. No lo sé, pero se volaron al fin.

 También me percaté de que el abrojo de la parte de arriba, que servía para sostener la mochila a modo de maletín, tampoco estaba funcionando a la perfección a causa de una acumulación exagerada de pelusas. Aunque tuve otra reflexión, jamás habría usado ese abrojo, no me servía para nada, en realidad no tendría que importarme siquiera si estaba o no ahí. Pero me importaba.

 Entendí que había empezado a quererla tanto que no podía relegar la sensación de posesión. Tal vez fue por eso que una noche, volviendo de algún lugar con algún amigo, mientras cargaba ahora yo con su mochila, que era mucho más chica que la mía, no me sentí tan bien como algunos pueden llegar a pensar.
 Tampoco me gustó cuando la situación, esta vez a la inversa, me golpeó justo en la cara. Pero son cosas que uno no puede evitar.

 Al poco tiempo me di cuenta que, así como había empezado todo este lío, tenía que terminar. Entonces traté de encontrar a Cuchu, que estaba a la misma hora, en el mismo lugar. El tiempo no había pasado para él, lo percibí en su mirada. Yo sentí que los meses fueron años, que el tiempo se había prolongado y que mis problemas eran culpa de un bolso cualquiera. Me vi a mí mismo un poco necio, supersticioso. Pero no me quedaba otra. Me dijo que no tenía ningún problema en volver a cambiar, aunque él estaba contento con su mochila.
 Lamentablemente fue ahí, exactamente en ese momento, cuando supe que la amaba. Justo cuando no pude tenerla más. 
 Fulminado por mi propia decisión, dejé que se fuera para siempre:

 -¿Estás seguro, no? -me dijo Cuchu que adivinó mi vacilación.
 -Seguro.
 -Está bien. Tomá. No es la primera vez que me pasa, eh. Por ejemplo Rubén, dos semanas la tuvo y quedó de curso. El Nacho un mes y se hizo bosta en la moto. A todos les pasa algo.
 -Me lo podrías haber dicho antes.
 -Disculpá, pero a veces te tiene que tocar, che. ¿Qué te pasó a vos, Tin?
 
 No quise entrar en detalles.

 -Nada, qué sé yo. Me trajo mala suerte en el amor.

 

martes, 11 de marzo de 2008

Pequeñas cosas que dan placer

Un compañero de secundaria solía decir con aire de filósofo: “La diversidad es tan diversa” Y mientras algunos se reían de cómo se sacaba los mocos en clase y otros lo veían como revelador de la verdad, casi a la altura de Platón, yo siempre pensé que tenía razón, de una forma retorcida y excéntrica, el muy boludo tenía razón.

Si bien hay cosas que dan placer colectivo (la mayoría de éstas no se pueden nombrar a esta hora porque hay chicos) siempre me gustó pensar en las pequeñas cosas que me dan placer, por lo menos a mí. No en los grandes lujos, los que requieren de fortunas, ni de los gozos materiales; las pequeñas cosas a las que me refiero son mejores, tienen un dejo de imaginación que algunos ni siquiera intentan plantearse, y sólo requieren de instantes que hacen a la felicidad.

Como casi todo lo bueno, estas pequeñas cosas llegan sin ser esperadas, tal vez durante una hora libre, o haciendo las primeras manualidades cuando sos chico. Cuando no te imaginás ni siquiera cuánto placer te puede dar una mujer, o una cerveza (o ambas) No tenés la noción de lo que es un orgasmo, y lo más placentero que sentiste en tu vida fue cuando tu mamá lo asignó a tu hermano para que te cuide mientras tenías varicela y él te dejó que te rasques con un tenedor.

En esos momentos de desesperación, cuando el cuerpo exige más de lo que vos le das, es cuando -por arte de magia- aparecen las cosas que vas a disfrutar durante toda tu vida. El que lea esto puede que se sienta identificado, salvo por algunos amargados que sólo sienten placer al comer, cagar y coger; a quienes por cierto odio ¿Cómo puede alguien no tener una inexplicable sensación de satisfacción mientras aprieta una y otra vez a gran velocidad una tapa naranja de Gatorade? ¿O al presionar el tubo de la pasta de dientes? ¿O al abrir el huevito Kinder con una sola mano, presionando justo en el medio con una mínima inclinación hacia el hemisferio inferior, para que la tapa superior salga volando? ¿No les parece? Lo voy a repetir siempre: ¡La diversidad es tan diversa!

El mejor de mis ejemplos, el cual hoy por hoy es casi un recuerdo de mi niñez, se remonta a cuando pegaba un papel con voligoma (en exceso, por supuesto, como todo hombre que se precie de tal) y del otro lado se formaba un cúmulo de hoja avoligomada. Estos cúmulos son fáciles de distinguir, y ante el ojo crítico del alumno promedio, un oasis en el desierto de la página en blanco. Se los aseguro, escribir sobre este montículo -si me permiten la expresión- es de los placeres más grandes que pude experimentar dentro tan deprimentes salones de clases. Los que me entienden y conocen ya saben de lo que estoy hablando, son pocos los segundos que dura este acto, cuando el bloc Rivadavia sufre un efecto afrodisíaco y el proceso es ya conocido por muchos: La letra se torna un poco húmeda, pareciera que el papel lo está gozando también, y la tinta se escurre un poco hacia la derecha (en Israel hacia la izquierda) mientras se impregna de un aroma exquisito, y un color opaco, el mismo que lograrías si pasaras reiteradamente la lapicera por el mismo rayón en el papel, pero a diferencia de ese tono violento e improlijo, la voligoma emana paz sobre el folio y deja un sutil desperfecto, que tal vez no debería estar allí, pero como en muchos aspectos de la vida, es un error que hace a la perfección.

Mi compañero, el de la diversidad, compartía algunas de mis pasiones. Me contaba que cuando era más chico se colocaba alrededor de veintitrés broches para colgar la ropa por toda la cara, y cuando terminaba, su mamá le sacaba una foto con la cara de boludo más grande que puede haber en la tierra. Yo le conté que en primer grado, cuando vivía en Córdoba, junto con una compañera de la que no me acuerdo ni el nombre, sólo su cara preciosa, nos poníamos las fibras en la punta de la lengua, succionándolas por la parte de abajo en donde tienen un hueco. Creo que si sumo la cara de estúpido que tenía, más la expresión enamoradiza que me generaba ella, y una fibra colgando de la punta de mi lengua, le debo una disculpa a mi diverso colega.

Pero es tan cierto que la diversidad es diversa. Y lo tuve que aprender con los años: Cuando era un poco más grande encontré el placer en otras pequeñas cosas, cosas que poco le interesan al resto del mundo. Por ejemplo el olor de una revista recién comprada, el sonido del scroll cuando ya se ensució un poquito, reclinar la silla hasta atrás al punto que pareciera violar las leyes de la física, y que la mínima distracción del mundo externo nos puede hacer caer de culo al piso ¿Qué adrenalina más sedentaria podés conseguir?

Me molesta la gente que necesita plata para conseguir placer. No aprendieron de chicos a experimentar el mundo con todos los sentidos ¿qué pasaría si un día perdés alguno? Sinceramente, no sé qué haría si no vuelvo a escuchar nunca más el clic de una lapicera fallada, o a oler el corrector escurrido por toda una oración que Gonzalo, por supuesto, escribió como el orto y tiene que borrar más de la mitad, o morder el capuchón blanco bic. Díganme, con una mano en el corazón: ¿qué más puede un hombre pedir?

Hoy me senté a escribir esto mientras un bulto de voligoma esperaba en mi escritorio, del lado correcto del papel, listo para ser escrito, preparado para experimentar ese raudo gozo de tinta húmeda. A veces no tengo nada que escribir de ese lado, en serio, pero invento una excusa y trato de llenar la hoja.

Pero esta noche lo dejé ahí. Se secó mientras les trataba de explicar cuáles son las pequeñas cosas que me dan placer. Ahora está duro y es una hoja más. Y supongo que debe ser así la vida, creo que el escribir estas líneas –tontas, ya sé, insulsas– antes que cualquier otra cosa, es un placer que no cambio por nada.

martes, 8 de enero de 2008

Sepa si su hijo consume drogas

Tenemos aquí un texto del Licenciado en Biología Social Marcelo Knie..vikil..stein, autor de varios ejemplares periodísticos sobre el consumo de drogas como ser "El puntero y vos" o el célebre ensayo "Probé la blanca y ya no toco las otras" y quién puede olvidar su último libro dedicado al joven floricultor inexperto, "Plantar y luego volar: No al revés"
Estos trabajos de gran renombre entre los especialistas se han valido de elogios en los medios de comunicación, como ser la revista "LSD Argentina", o el reconocido matutino chileno "Estirando blanca"
Como nuestro programa tiene una audiencia en un 95% femenina decidimos transmitir textualmente el último artículo del Licenciado Marcelo Kniev...Kniev..Knie..del Licenciado, con el afán de alertar en cierta forma a las madres sobre este flagelo que cada día se hace más notorio entre los jóvenes. Se titula "Sepa si su hijo consume drogas", una práctica guía para garantizarnos del consumo de narcóticos en nuestros adolescentes. Concretamente no es tanto para saber, es más que todo para sacarse la duda; nos explica Knievikilstein con su peculiar manera de relatar:

Sepa si su hijo consume drogas: Guía práctica para la detección de faso

Señora, mi trabajo no es asustarla, pero por lo que indican las estadísticas lo más probable es que su hijo esté consumiendo estupefacientes. En realidad lo que usted quiere es corroborar esta situación.
Yo siempre digo que los tiempos cambiaron, así como los chicos son más boludos para algunas cosas, también se avivaron para otras, por eso no sirve de nada que le revise los bolsos como lo hubiera hecho antes, no va a encontrar nada más que cuadernos en blanco o un par de preservativos sabor frutilla. Tampoco crea que por ver un dibujo de una hoja de cannabis en la remera tiene problemas con la merca, podría darse que no queme ni pastito y que a la remera la tenga para no quedar como un perejil al frente de sus amigotes, los mismos que le dijeron "si tomás de cabeza te pega más rápido" y como buen boludo se puso a hacer la vertical que no le sale desde los nueve años con tal de caerles bien.
Yo le recomiendo que se fije en cómo habla con ellos. Usted tiene que saber diferenciar cuando una conversación es del palo; de ahí todo se torna más simple. Veamos unos ejemplos de chicos que probablemente están ajenos a las drogas:

  • Me quiero meter en Medicina, che.
  • ¡Chicos! ¡La vi a Laurita y está más tetona que nunca!
  • Soñé que te la garchabas a la profe. La tenías re grande, man.

Podemos ver que son bastante pelotudos, sí, pero ajenos a las drogas, lo cual me hace dudar mucho de mi trabajo...
De todas formas, para detectar el léxico "del ladrillo" se debe prestar mucha atención y tener un minucioso sentido auditivo. Ahora veamos ejemplos de chicos que sí son consumidores, por favor nótese cómo pequeñas diferencias en frases muy comunes nos dan pautas sobre la conducta:

  • ¡Cómo pega esto, man! (con voz de boludo, o sea, haciendo durar la sílaba acentuada)
  • ¡Qué flash, loco!
  • Soñé que te la garchabas a la profe mientras te fumabas uno re grande, man.
Evidente. Ahora, vale aclarar que a veces la forma de hablar no acompaña una conducta de consumo, puede que sea un caso de atrofio cerebral, dislexia o varicela. Por eso hay otros métodos modernos que se pueden utilizar. El más efectivo es preguntar directo a los ojos, con un palo de amasar en la mano (procure menearlo desde arriba hacia abajo, no de lado a lado como la creencia popular sugiere)

Cuando la violencia no es la solución, sólo se puede recurrir a la psicología, pero esto no es aconsejable. Puede que usted reciba a veces respuestas tan incoherentes de su hijo que se preguntará en qué estaba pensando cuando lo dijo, exactamente igual que cuando mis colegas y yo nos preguntamos por qué alguien le pondría "boluda" a su organización. Pero son cosas que pasan. Lo que debe hacer en estos casos en mantener la calma y profundizar en el tema:

  • Si obtiene muchas respuestas incoherentes pero que suenan muy bien, cerciórese de que su hijo esté escuchando algo del Indio Solari, en caso contrario consulte a un especialista psiquiátrico.
  • Preste atención a su reacción cuando usted o su marido mencionen palabras como "blanca", "ay cómo pega esta cagada", "le compramos un pinito al Paragua", "traela a María y vemos..." Si al escuchar esto empieza a hablar como boludo -más que lo de costumbre-, es hora de tomar medidas.
Estos tips nos revelarán mucho sobre la conducta de nuestros hijos con respecto al porro y a otros males de este tipo (o de este tipo) Pero por lo general no va a necesitar tanto análisis para saber lo que ocultan, los consumidores adolescentes no tienen mucho cuidado al disimular su adicción, algunos psicólogos le atribuyen esta conducta a su condición de volados, yo personalmente creo que es porque son bastante pelotudos. La cuestión es que se dan a conocer por sí solos, no son sutiles ni en la compra ni en el consumo, a veces parece que piensan que no hacen nada malo, pero la mayoría de las veces parece que no piensan absolutamente nada.

De todas formas, podríamos dudar de la cantidad de ingesta de tiza y comenzar a preocuparnos. Según la revista norteamericana "Newsweed" cuando usted finalmente ha detectado que su hijo tiene una severa adicción a las drogas lo mejor es consultar a su puntero de confianza, si lo que está consiguiendo es de calidad, todavía tiene salvación, de otra forma lo mejor es convertirlo en responsabilidad del estado.