martes, 18 de noviembre de 2008

El amor de los colectivos

Nace en el mismo lugar en donde muere su recorrido. Lo hace varias veces al día con un esfuerzo que no es del todo recompensado. Lleva el peso de los años en sus ruedas, uno puede verlo, puede sentirlo si se sienta casi al final. Día tras día todos bufan cuando no aparece, y se quejan si llega tarde. Pero nadie agradece, nadie pide disculpas por recordar a su madre.

En las mañanas los choferes deciden cuál va a ser su rutina. El colectivo espera a que pongan su cartel con impaciencia.
El 202, temido, de carrera dificultosa, rodea la ciudad por Av. Belgrano y penetra en el casco céntrico por la calle Rivadavia, por supuesto, no sin antes rodear la cancha con desconcierto, temiendo tener un percance con algún barrabrava de chori en mano.
Otras veces le toca hacer de 204, que tampoco es un grato pasar. Se extiende hasta los confines menos populares de la ciudad, y conoce a los desconocidos, y les da nombre, y les da abrigo.
En ocasiones también se pinta la cara de 105. Y a decir verdad, es el viaje que más disfruta, porque a pesar de su introspección a los suburbios menos favorecidos económicamente, el camino es más placentero, más directo y mejor asfaltado, por eso siente cosquillas en sus pies. A veces suelo observar que la brisa sacude el polvo de su techo alargado y calvo. Y eso, aunque no lo crean, lo hace feliz.

También se entretiene apurando a las estudiantes que lo quieren detener. Acelera un poco para ver hasta dónde están dispuestas a seguirlo. Le gusta sentir que lo necesitan.
También, cuando las lluvias dejan un charco prominente en las bocacalles de las avenidas, intenta acercarse lo suficiente para propiciarle un chapuzón a alguna vieja. Para su desgracia, éstas ya están advertidas de su maña, y en ocasiones se alejan del cordón o logran refugiarse detrás de algún árbol cercano.

Se cuenta que disfrazado de 204 se lo vio una mañana. Dicen que fue saludando a todos los demás autos que pasaban, en especial a las señoritas. Un guiño en su ojo permaneció durante todo el recorrido desde la Terminal, en la Av. Güemes, hasta el Barrio La Antena. Ida y vuelta.
Se habrán mofado algunas camionetas elegantes, que no quepa duda, pero él era el más chulo del barrio y tenía una sonrisa en la cara que no se olvida más. Incluso cuentan que en aquella ocasión, pasó cerca de una Chevrolet blanca divina, a la que piropeó de un bocinazo circense. Y si no me equivoco, ella también tuvo un gesto con él, pero como es un caballero no se tomó ningún atrevimiento.

Odia los recorridos que rodean la ciudad, como cuando tiene que vestirse de 202.
Yo lo noto tristón en las mañanas. Camina despacio. Cuando me va a levantar, sin ánimo todavía para jugarme alguna mala pasada, hace un sumiso papel de criatura dócil. Abre sus brazos sometidos, deja entrar toda la peste de afuera para que transite por su enorme estómago, se asiente en sus muñidas costillas y escriba con impertinentes marcas blancas su ya escrito corazón de fierro y plástico.
Después de tan humillante acto decide arrancar, sabiendo que su día no está por mejorar en absoluto.

Sueña con improvisar camino. Estrenar la Av. México hasta que su kilometraje eyacule de excitación. Conocer los caminos que su viejo espíritu cree que nunca va a conocer. ¡Cuántos años daría por experimentar el goce de los colectivos de largas distancias! En cambio él, pobre, los ve alejarse por las rutas, mientras tiene que doblar en algún recoveco, esquivando perros y viejas que refunfuñan a lo lejos sin atribuir ninguna culpa a su miopía. Inhalando el smog de otros colegas, despeinando su cabellera con las ramas que lo rozan desde las veredas.

Condenado a la humillación de las esquinas y de las calles angostas, intenta mantenerse despierto por las noches. En especial cuando es 204 a la luz de la luna. Terminando el último recorrido siente que le llueven piedras, y tiene miedo, pues sabe que quieren dañarlo sin ninguna razón. Ya lo hicieron en muchas ocasiones. Rompió en llanto una vez que dieron justo en su cabeza. No se explica cómo pueden hacerle eso a él, a una persona mayor. Vivió mejores épocas, pero tiene que seguir laburando. Es así, es el pan de cada día.

Pero sólo hay una cosa que lo anima a seguir. No lo confiesa, pero lo sé. Sé que es ella la razón por la que arranca todos los días, para verla en las noches, o cruzarla por fugaz decisión de la fortuna, y entre pícaras miradas por la ciudad, atreverse a ojearle la falda. Es una 103 preciosa que ronda por el centro, merodea por calle Salta y culmina su recorrida en el Norte. A veces discreta amante 103, a veces hermano 105.
Ellos tratan de amarse por las noches. Cuando nadie los ve, en la soledad de las grandes cocheras de Valle Viejo, hacen homenaje a los amores que siempre seguirán ocultos.
Se miran, se besan, se regalan una caricia, y hacen el amor bajo la luna de su ciudad, la que bien conocen.

[...]

Y llevaban tanto tiempo así, que no me sorprendió que un día decidieran que todos supiéramos de esto. Un amor secreto que moría por develarse. O tal vez una necesidad abrumadora de amarse en el momento. Una locura de las que sólo hacemos por amor. Amarse frente a todos, con tanta violencia que la ciudad corte sus calles, y que el beso de los amantes sea motivo de fiesta para los demás coches, que por doquier exageraban la escena con bocinas y gritos.
Fue así que en el medio de la muchedumbre, ostentando un hermoso motivo de 105 rojo, desafió las vicisitudes y decidió amarla, provocando conmoción en la ciudad.

-¡Vivan los novios! –Decían los autos que no podían avanzar.