sábado, 31 de mayo de 2014

El salto

En 2006, un seudo científico alemán llamado Torsten Lauschmann, llevó adelante un proyecto conocido como World Jump Day. Su premisa era sencilla: si todos saltásemos exactamente al mismo tiempo, la traslación de la tierra alrededor del sol cambiaría y así nos salvaríamos de catástrofes como el calentamiento global.

Por mi parte, siempre fui un adolescente curioso y me interesaba participar. Si para salvar al mundo sólo tenía que dejar de masturbarme durante ocho segundos y saltar medio metro por encima de mi propio eje, no había mucho lugar a la discusión.


Para que el salto fuera conjunto, todos los países tenían un horario distinto en la cuenta regresiva. A los argentinos nos había tocado las cuatro de la mañana. No creo que muchos jubilados hayan puesto una alarma ese día, pero con Gonzalo, mi mejor amigo, estábamos entusiasmados.


Supongo que considerábamos romántica la idea de hacer algo que nos uniera como raza. Significaba la materialización, gracias al milagro de Internet, de una tira de Quino: todos los humanos saltando al mismo tiempo. Cuando mis hijos me preguntaran dónde estuve el día que salvaron el mundo, yo no podía contestar "durmiendo, a la mañana siguiente tenía un examen de francés donde me saqué un cinco". ¡Todo París iba a estar saltando frente al Champ de Mars! Ser un estudiante mediocre no es excusa suficiente para escapar a semejante evento global.


Salté.

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Al otro día le pregunté a Gonzalo cómo le había ido. Me dijo que puso el despertador, pero no sonó. Se levantó en algún momento aleatorio de la madrugada, entre las tres treinta y las cinco. Somnoliento y en calzoncillos, dio un pequeño brinco en su habitación. Las placas tectónicas se cagaron de risa y él volvió a la cama para seguir durmiendo, inmutable.


Siempre que me siento solo, pienso en mi mejor amigo saltando a destiempo en algún lugar remoto de Catamarca. La humanidad contaba con sus setenta kilos retumbando contra el suelo argentino, pero él no lo hizo en el momento indicado y ahora todos vamos a morir mientras el polo norte se derrite.

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Ningún salto, por más fuerte o sincronizado que sea, va a impactar lo suficiente como para mover este mundo tan grande, tan triste y tan escaso de ilusión. A veces creo estar equivocado en las decisiones que tomo, pero siempre recuerdo eso que llaman 'salto de fe'.


Y quién carajo te puede marcar el horario correcto para darlo.

lunes, 30 de septiembre de 2013

El arrepentido (microrrelato tardío)

Durante toda mi vida me acosó esta terrible sensación de arrepentimiento. Me arrepiento prácticamente de todo. Sin ir más lejos hace veinte o veintitrés minutos, mientras descendía en caída libre desde el noveno piso del edificio en el que trabajo, sentí ya unas irritantes ganas de seguir viviendo justo cuando estaba llegando al cuarto, donde atiende esa morocha terrible que tendría que haber invitado a salir. E incluso ahora mismo, que ya estoy muerto, mientras observo la expresión de aquel secretario que conversa intranquilo con el señor de barba, empiezo a arrepentirme gradualmente de haber confesado de manera tan abierta la seriedad de mi agnosticismo.

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Este microrrelato fue publicado en 2008 en el concurso literario La nave fue y volvió, bajo el seudónimo de Alurralde. Hecho del cual me arrepentí en su momento pero ahora recuerdo con cariño.

lunes, 11 de abril de 2011

Serás lo que debas ser

En un principio quise ser médico.

Después me di cuenta que no quería ser médico, quería ser alguien que quisiera ser médico. Seguí con esa idea un tiempo, pero luego entendí que ese razonamiento no me llevaría a ningún lugar.

Después quise ser pintor.

Seguí queriendo serlo hasta que entendí que no bastaba con querer ser pintor. Tarde o temprano, habría que serlo. Y yo bien sabía que mis dotes como pintor sólo llegaban, incluso con dificultad, al plano del pensamiento. Quería ser un buen pintor, y fui muy bueno queriendo ser un buen pintor, pero nunca saldría de allí, eso estaba claro.

Entonces no quise ser más nada, o por lo menos, desistí en la absurda idea de querer ser, para entrar, esta vez más maduro, al simple hecho de ser. Y así fue que fui. Y fui abogado. Fui abogado sin querer, y sin querer también tuve hijos. Ser sin querer funcionó toda mi vida. Seguí siendo y haciendo todo sin querer.

Ahora vuelven recuerdos de cuando era alguien que quería ser otro. Podría volver a serlo, pero no sé si quiero. En realidad, quiero ser alguien que quiere ser otro, lo que no sé si quiero es quererlo, porque si ya es feo querer ser otro, querer ser alguien que quiere ser otro debe ser peor. Por eso no lo quiero querer.

Pero las ideas me devuelven siempre al mismo principio: ser lo que soy no es suficiente, necesito querer ser otra cosa. Lo que más quisiera es ser alguien que sabe qué quiere ser.

Crecí queriendo ser otro y ahora envejezco sin saber quién fui. Quisiera haberlo sabido antes, o haber tenido más tiempo para pensar. Ahora pienso que es inútil querer. Tanto lo pienso que ya no creo. O al menos creo que soy alguien que no cree.

Ya no quiero ser alguien que no cree.
Ya no creo ser alguien que no quiere.
Ya no soy.

martes, 18 de noviembre de 2008

El amor de los colectivos

Nace en el mismo lugar en donde muere su recorrido. Lo hace varias veces al día con un esfuerzo que no es del todo recompensado. Lleva el peso de los años en sus ruedas, uno puede verlo, puede sentirlo si se sienta casi al final. Día tras día todos bufan cuando no aparece, y se quejan si llega tarde. Pero nadie agradece, nadie pide disculpas por recordar a su madre.

En las mañanas los choferes deciden cuál va a ser su rutina. El colectivo espera a que pongan su cartel con impaciencia.
El 202, temido, de carrera dificultosa, rodea la ciudad por Av. Belgrano y penetra en el casco céntrico por la calle Rivadavia, por supuesto, no sin antes rodear la cancha con desconcierto, temiendo tener un percance con algún barrabrava de chori en mano.
Otras veces le toca hacer de 204, que tampoco es un grato pasar. Se extiende hasta los confines menos populares de la ciudad, y conoce a los desconocidos, y les da nombre, y les da abrigo.
En ocasiones también se pinta la cara de 105. Y a decir verdad, es el viaje que más disfruta, porque a pesar de su introspección a los suburbios menos favorecidos económicamente, el camino es más placentero, más directo y mejor asfaltado, por eso siente cosquillas en sus pies. A veces suelo observar que la brisa sacude el polvo de su techo alargado y calvo. Y eso, aunque no lo crean, lo hace feliz.

También se entretiene apurando a las estudiantes que lo quieren detener. Acelera un poco para ver hasta dónde están dispuestas a seguirlo. Le gusta sentir que lo necesitan.
También, cuando las lluvias dejan un charco prominente en las bocacalles de las avenidas, intenta acercarse lo suficiente para propiciarle un chapuzón a alguna vieja. Para su desgracia, éstas ya están advertidas de su maña, y en ocasiones se alejan del cordón o logran refugiarse detrás de algún árbol cercano.

Se cuenta que disfrazado de 204 se lo vio una mañana. Dicen que fue saludando a todos los demás autos que pasaban, en especial a las señoritas. Un guiño en su ojo permaneció durante todo el recorrido desde la Terminal, en la Av. Güemes, hasta el Barrio La Antena. Ida y vuelta.
Se habrán mofado algunas camionetas elegantes, que no quepa duda, pero él era el más chulo del barrio y tenía una sonrisa en la cara que no se olvida más. Incluso cuentan que en aquella ocasión, pasó cerca de una Chevrolet blanca divina, a la que piropeó de un bocinazo circense. Y si no me equivoco, ella también tuvo un gesto con él, pero como es un caballero no se tomó ningún atrevimiento.

Odia los recorridos que rodean la ciudad, como cuando tiene que vestirse de 202.
Yo lo noto tristón en las mañanas. Camina despacio. Cuando me va a levantar, sin ánimo todavía para jugarme alguna mala pasada, hace un sumiso papel de criatura dócil. Abre sus brazos sometidos, deja entrar toda la peste de afuera para que transite por su enorme estómago, se asiente en sus muñidas costillas y escriba con impertinentes marcas blancas su ya escrito corazón de fierro y plástico.
Después de tan humillante acto decide arrancar, sabiendo que su día no está por mejorar en absoluto.

Sueña con improvisar camino. Estrenar la Av. México hasta que su kilometraje eyacule de excitación. Conocer los caminos que su viejo espíritu cree que nunca va a conocer. ¡Cuántos años daría por experimentar el goce de los colectivos de largas distancias! En cambio él, pobre, los ve alejarse por las rutas, mientras tiene que doblar en algún recoveco, esquivando perros y viejas que refunfuñan a lo lejos sin atribuir ninguna culpa a su miopía. Inhalando el smog de otros colegas, despeinando su cabellera con las ramas que lo rozan desde las veredas.

Condenado a la humillación de las esquinas y de las calles angostas, intenta mantenerse despierto por las noches. En especial cuando es 204 a la luz de la luna. Terminando el último recorrido siente que le llueven piedras, y tiene miedo, pues sabe que quieren dañarlo sin ninguna razón. Ya lo hicieron en muchas ocasiones. Rompió en llanto una vez que dieron justo en su cabeza. No se explica cómo pueden hacerle eso a él, a una persona mayor. Vivió mejores épocas, pero tiene que seguir laburando. Es así, es el pan de cada día.

Pero sólo hay una cosa que lo anima a seguir. No lo confiesa, pero lo sé. Sé que es ella la razón por la que arranca todos los días, para verla en las noches, o cruzarla por fugaz decisión de la fortuna, y entre pícaras miradas por la ciudad, atreverse a ojearle la falda. Es una 103 preciosa que ronda por el centro, merodea por calle Salta y culmina su recorrida en el Norte. A veces discreta amante 103, a veces hermano 105.
Ellos tratan de amarse por las noches. Cuando nadie los ve, en la soledad de las grandes cocheras de Valle Viejo, hacen homenaje a los amores que siempre seguirán ocultos.
Se miran, se besan, se regalan una caricia, y hacen el amor bajo la luna de su ciudad, la que bien conocen.

[...]

Y llevaban tanto tiempo así, que no me sorprendió que un día decidieran que todos supiéramos de esto. Un amor secreto que moría por develarse. O tal vez una necesidad abrumadora de amarse en el momento. Una locura de las que sólo hacemos por amor. Amarse frente a todos, con tanta violencia que la ciudad corte sus calles, y que el beso de los amantes sea motivo de fiesta para los demás coches, que por doquier exageraban la escena con bocinas y gritos.
Fue así que en el medio de la muchedumbre, ostentando un hermoso motivo de 105 rojo, desafió las vicisitudes y decidió amarla, provocando conmoción en la ciudad.

-¡Vivan los novios! –Decían los autos que no podían avanzar.